Después de muchos años sin saber dónde la tenía (demasiadas mudanzas de casas) hoy, sin buscarla, apareció: la fotografía de mi jura de bandera, el 3 de julio de 1983, en Obejo (Córdoba), en el CIR 4. Una fotografía que tenemos muchísimos españoles de mi generación, menos Santiago Abascal, el líder de Vox, que no quiso hacer la mili. El patriotismo era obligado para algunos… pero otros, se libraban.

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Entré y me encontré en una oficina con aire antiguo, mesas grandes de madera y mostrador alto para atender al público. Ambiente de trabajo movido, soldados de un sitio para otro llevando papeles y carpetas en las manos. Otros trabajaban en las mesas y todo con la banda sonora de las máquinas de escribir mecánicas mientras los soldados escribientes golpeaban con sus dedos el teclado.
Al primer soldado que vi le pregunté por el teniente Monasterio. Ni me contestó, sólo me hizo una señal y me señaló a un señor que estaba sentado en una de las mesas centrales. Me dirigí hacia él.

Di mis buenos días y le dije que venía a solicitar la admisión para hacer el servicio militar
voluntario. Me saludó cortésmente y me preguntó la edad que tenía.
— 17 años – contesté.
— Rellena esto, por favor – me dijo mientras me extendía un formulario donde pude escribir mis datos personales, mi deseo de hacer el servicio militar como artillero de manera voluntaria y mi firma.
Cuando el teniente Monasterio leyó el formulario para comprobar que estaba bien relleno, me miró a la cara y me preguntó:
— ¿Tú no estabas en el colegio con Antonio Monasterio?
Pensé y sí, recordé.
— Sí, señor. Estuvimos juntos en cuarto de EGB.
— Es mi hijo, me comentó con una ligera sonrisa. Y era verdad porque le encontré parecido aunque ya hacía años que no le veía. No es que yo hubiera tenido una gran amistad con su hijo, un tipo extraño, grandullón, muy empollón y muy poco sociable, pero le había tenido de compañero de banca alguna vez y nunca nos llevamos mal. Me agradó ser conocido del teniente. Bueno, conocido de él y de su mujer, que cada vez que me veía en el colegio me ponía la mano en la cabeza y me agitaba mis rizos porque le hacían mucha gracia. Por lo menos, podría acudir a alguien conocido en el cuartel si alguna vez tuviera algún problema. Haz amigos hasta en el infierno, me decía siempre mi madre.
Porque ese era el «problema» del cuartel. El miedo a tener problemas. El miedo a estar solo, sin conocer a nadie, a enfrentarte a cosas desconocidas. Y más yo, que era el típico niño criado bajo las faldas de mamá.
El teniente Monasterio me explicó que tenía que ir con un volante que me dio al dispensario municipal para que me hicieran el reconocimiento médico que me declarara apto para hacer el servicio militar. Habiéndolo pasado sin contratiempos, para alivio de mi madre que estaba obsesionada con que estuviese sano, recibiría una carta del cuartel declarando mi admisión y el día en el que me tendría que incorporar al Ejército, a la vez que me avisaba de que tenía que llevar la autorización de mi padre por ser menor de edad. A continuación, llamó a un soldado, que ante la señal del teniente, me trajo un petate, una bolsa de tela gruesa, grande, de color caqui que hacía las veces de maleta de viaje a los soldados. Cuando el soldado me lo dio sentí la misma mirada de desdén y chulería que me había encontrado en el soldado de la guardia que me recibió a mi entrada.
— Si no fueras apto por lo que sea, vienes y nos lo devuelves — dijo el teniente.
Le di las gracias y el teniente me comunicó que ya estaba todo y que estuviera atento a la carta. Me fui de la oficina. Cogí por el mismo camino porque el que había entrado y salí por la puerta principal, donde seguía impávido el soldado que me atendió. Le dije adiós al salir y el me devolvió el saludo con un «adiós quillo, sapo, yo no te volveré a ver». No entendí nada de aquel saludo en ese momento pero lo comprendería bien meses después.

por Alfonso

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