Sacerdote. Foto de pixabay.
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Este es un fragmento de mi novela Amor Sagrado. El co-protagonista, Felipe, un sacerdote, tiene su primer encuentro con el protagonista de la novela, Alberto. Los personajes son imaginarios y no tienen nada que ver con la realidad. Parece mentira también, que los escritores tengamos siempre que decir, porque me lo pregunta quien ha leído la obra, si Alberto soy yo. No. Los protagonistas de mi novela no soy yo. Claro que tienen parte de mí, pero no soy yo. A mí no me ha pasado todo lo que les pasa a ellos. Si quieres saber algo en concreto y yo te lo quiero contar, pues pregunta 🙂 .

FELIPE


Hablé con mucha gente, más interesante, menos. Algunos de ellos siguen siendo hoy mis amigos, de los mejores. Pero recuerdo que recibí un privado de un profesor de filosofía. A mí me gustaba bastante la filosofía y hablábamos sobre ello. Me gustaba que por el hecho de ser gay no tuviera forzosamente que hablar siempre de lo mismo. Pero yo notaba algo raro. Para ser profesor de filosofía en un instituto, dudaba a veces. No tenía claro conceptos que, como profesor, se lo tendría que saber al dedillo. Bien estaba que yo, que no soy filósofo tuviera lagunas. Pero ¿él? Me extrañaba, pero bueno, no le di una importancia excesiva.
Un día me dijo que si quería quedar a tomar un café. Le dije que sí. Sin dudarlo. No me producía miedo. Tenía mi desconfianza, pero miedo no. Además, quedamos en un centro comercial muy concurrido con lo cual no había peligro ninguno.
Yo, como siempre, llegué antes y me senté en la mesa de la cafetería donde habíamos quedado. Yo le había mandado mi fotografía. Él no, porque no tenía. O eso me dijo. En aquellos tiempos no todo el mundo tenía fotografías escaneadas con lo cual llegué a entenderlo.
Alguien me habló a mis espaldas.
— ¿Eres Alberto?
Me volví y vi a un chico de mi edad que conocía de vista y supuse que era Felipe, el filósofo.
— ¿Felipe?
— Soy yo — me dijo dándome la mano.
— ¿Nos sentamos? — le dije
— Vale.
— Gracias por venir. Con esto de las citas a ciegas siempre creo que me van a dejar plantado.
— Yo no soy de esos, no hago lo que no quiero que me hagan.
— Eso está bien. Bueno, pues aquí estamos. Hay que romper el hielo.
— Cuesta bastante hablar, ¿verdad?
— Sí que cuesta y mira que yo soy hablador.
— Yo también soy hablador, por mi profesión.
— Verdad, siendo profesor, tienes que hablar mucho.
— ¿Cómo? Ah, sí, sí, claro.
— Pues yo te conozco a ti y no sé de qué.
— Dicen que me parezco a un cantante inglés famoso.
— Sí, ya sé a quién dices, pero no. Yo te he visto a ti en algún sitio, vamos, que hemos estado juntos en algún lado.
Se puso rojo y un poco nervioso.
— Pero bueno, no importa, puede ser que lo sea, de haber visto al cantante ese y que tu cara me suene.
— Lo más seguro. Por cierto, he llegado un poquitín más tarde porque estaba terminando un trabajo en casa.
— ¿Y eso?
— Unas tarjetas de visita, que me gusta llevarlas siempre encima, soy muy clásico. No es que esté muy puesto, pero me pasaron el Publisher y creo que me han salido medio decentes. ¿Quieres ver una?
— Vale, yo sé hacerlas, si necesitas ayuda, aquí estoy. A ver.
Me dio una tarjeta de visita y me quedé helado cuando lo leí.
«Felipe Márquez González. Párroco de Nuestra Señora de las Azucenas. Villanueva de la Frontera. Sevilla.»
Me quedé mirando la tarjeta y no era capaz de levantar la mirada.
— ¿Te ocurre algo? — me preguntó.
— ¿Eres cura?
— Sí, ¿te importa?
— Sí, me importa — le dije, alzando mi vista y mirándole a los ojos.
Se quedó en silencio. Notaba sus nervios.
— Yo ya sé de qué te conozco. He estado contigo en el seminario — continué hablándole.
Seguía rojo y muy nervioso. Le temblaban los labios y la voz. Parecía que le iba a dar un colapso.
— Tranquilo, Felipe. Tranquilo que yo no voy a decir nada ni te voy a juzgar. Tranquilo.
— Es que me he cagado, tío, si es que no tenía que haber quedado.
— ¿Has quedado alguna vez con alguien como conmigo?
— No.
— ¿No me mientes?
— No, te lo aseguro. He quedado porque me pareciste distinto a lo que solía encontrar.
— ¿Tú no me recuerdas?
— No.
— Fui con unos amigos un domingo por la tarde al seminario a tomar café con los de Introductorio, para conocer el seminario y ver si teníamos vocación, que a la vista está no tenía. Tú estabas allí. Viniste con nosotros.
— Verdad, de una parroquia obrera ¿no?
— Sí.
— Tú eras el que nos contaste que estuviste en el Camino.
— El mismo.
— Sí, te recuerdo, es que veo a muchísima gente. Y no te esperaba aquí.
— Pues ya ves, que puntería.
— Quiero pasar desapercibido y quedo con uno que conoce la Iglesia – dijo resoplando.
— De pe a pa la conozco.
— Por favor, no digas nada.
— No, te he dicho que no. Puedes estar tranquilo. Bueno. ¿Y qué buscabas o esperabas encontrar?
— Un amigo con el que poder hablar.
— ¿No buscabas ligar?
— Te he dicho que no.
— ¿Cómo lo llevas?
— ¿El qué?
— ¿El qué va a ser? El ser gay.
— Mal, muy mal. Nadie lo sabe.
— ¿No se lo has contado a nadie?
— A un compañero bajo secreto de confesión.
— ¿Qué te dijo?
— Que olvidara esto. Luego, dejó de hablarme.
— Yo no sé cómo ayudarte, porque estás en una organización muy cerrada.
— Tú también lo estás.
— Sí, pero en la periferia de la Iglesia. El curso que viene no voy a seguir en catequesis.
— ¿Por qué?
— Porque se fue un amigo al que quería mucho y luego me da miedo que se descubra que un catequista de comunión es gay. Se puede formar una gorda.
— Llevas razón, se puede formar. Tú lo tienes más fácil para irte. Yo no.
— ¿Por qué?
— Porque si dejo de ser cura ¿de qué vivo?
— ¿No eras profesor de filosofía?
— Te mentí, hice Teología.
— Así tenías algunas dudas raras cuando hablaba contigo.
— Claro, la filosofía la estudié pero no la tengo al día, tenía que mirar en una guía. Tú hacías preguntas muy complicadas.
— Porque no me fiaba.
— Pues ya ves, pasé la prueba.
— Sí, con reservas.
— ¿No tendrías que estar ahora en la parroquia? — le pregunté mirando el reloj.
— Los tengo en un encuentro de oración, tengo que volver dentro de una hora.
— Tiene cojones, ellos rezando y tú buscando ligues.
— Me has dicho que no me vas a juzgar.
— Joder, no me digas que no tiene su gracia.
— Lo sé, es absurdo. No tenía que haber venido.
— No, no creo. Yo creo que las cosas pasan por algo. Has encontrado a un gay y cristiano. Imagina que te encuentras a un gay ateo.
— Me muero.
— ¿Cómo te has atrevido a enseñarme la tarjeta de visita? ¿No has tenido miedo?
— No sé, ha sido como un impulso. Bueno ¿y a ti qué tal te va?
— ¿A mí? — le contesté – Sería muy largo de contar.

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por Alfonso

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