Cuando yo era chico, con unos diez años, leí en una revista del corazón de mi madre, @lecturas, un reportaje de J.J. Benítez que hablaba sobre un avistamiento de ovnis en Perú y un posterior contacto extraterrestre. Yo entonces, me lo creía todo y estaba alucinado con que hubiera vida en otros sitios. Con los lanzamientos de las naves Voyager y el enterarme de que iban a pasar por, entre otros sitios, el satélite de Júpiter, Ganímedes, me creo gran inquietud porque estaba convencido de que las naves fotografiarían todas las ciudades de los habitantes de allí. Mi gozo en un pozo. Cuando pasó la Voyager 1 marzo de 1979 y no fotografío NADA, sufrí una gran desilusión. La de la mentira y la de la gente que cuando escribe, no separa la ciencia de la ciencia-ficción. En cierto modo, mi primera novela ‘El andaluz que viajó a las estrellas’ viene de ahí. Aprendí a crecer de esa manera. Siempre leyendo.
No olvidemos que la única forma lícita de mirar a una persona de arriba hacia abajo es cuando tú tiendes la mano para ayudarla a levantarse. La única. (Papa Francisco).
Lectura del santo evangelio según san Marcos
Mc 1, 29-39
En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama, con fiebre, y enseguida le avisaron a Jesús. Él se le acercó, y tomándola de la mano, la levantó. En ese momento se le quitó la fiebre y se puso a servirles.
Al atardecer, cuando el sol se ponía, le llevaron a todos los enfermos y poseídos del demonio, y todo el pueblo se apiñó junto a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios, pero no dejó que los demonios hablaran, porque sabían quién era él.
De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar. Simón y sus compañeros lo fueron a buscar, y al encontrarlo, le dijeron: “Todos te andan buscando”. Él les dijo: “Vamos a los pueblos cercanos para predicar también allá el Evangelio, pues para eso he venido”. Y recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando a los demonios.
El gran milagro del Resucitado del Cartel de Sevilla es, por un lado, celebrar la Vida. Jesús estuvo muerto solo tres días. El resto vivo, aunque en Andalucía nos acostumbraron a verlo clavado y muerto en una Cruz. Callado. Así convenía. Para nada querían al Jesús vivo que habla en el Evangelio y pone a cada cuál en su sitio. Y por otro, está sacando del armario a todos los homófobos del mundo, lo cual es una ventaja: el saber quienes son para apartarlos de nuestra vida y protegernos.
De nuevo pude ver como la pandilla de la noche anterior, unos seis, entre chicos y chicas, estaban en la orilla, a unos 150 metros de mí esperando a ver las luces. No me podían ver al estar yo oculto por el montículo. Al seguir las nubes, no se veían las estrellas, aunque en la nubosidad se reflejaban las luces amarillentas de Conil dando al cielo un aspecto fantasmagórico. Si venían las luces de nuevo, estaba claro que no la iba a ver. Pero me equivoqué.
Sobre las once y media, según mi reloj, un resplandor extraño apareció en el cielo marino. Era
la luz de la noche de ayer, pero difuminada por las nubes. Se veía al principio, como un poco de
claridad, pero aumentaba por momentos en intensidad. De pronto y provocándome un sobresalto, la luz
atravesó las nubes y la vi muy cerca. Observé como la pandilla de chicos y chicas también sesobresaltaron y corrieron hacia atrás, en dirección contraria a las luces. Quedó quieta a unos cien metros de altura sobre el agua y disminuyó su brillo. Entonces pude ver (pudimos, porque los chicos también lo vieron)
que aquello era una nave espacial. Dios, un ovni, pensé. No puede ser posible.
De mi novela ‘El andaluz que viajó a las estrellas’ (Inspirada en el Caso Conil)
Por supuesto que apoyo al Papa Francisco sin dudarlo un segundo. El Papa Francisco huele a Evangelio. Es un claro ejemplo de lo que para mí es un seguidor de Jesús. Es como si el cura de mi barrio hubiera llegado a Papa y siguiera siendo el mismo, aunque vestido de blanco. Francisco no estridente en sus vestiduras. Desde el primer momento que se asomó a la plaza de San Pedro, lo hizo humildemente, con su traje blanco. Francisco no es de grandes avenidas ni grandes capitales. Sus viajes han sido a las periferias. A las fronteras. Francisco sabe que Jesús está en el sagrario de los templos sencillos, por eso vive en Santa Marta. Pero también sabe que Jesús vive en el prójimo, por eso no ha dudado en acercarse a donde Jesús muere en el mar con los inmigrantes, a las cárceles y a los condenados donde Jesús también está presente. Se ha acercado al pobre. Convive y escucha a los expulsados, a los rechazados.
Se sienta al lado de las mujeres, cada día con muchos enfrentamientos, le está dando el sitio que se merecen de igualdad. Escucha a los homosexuales, a las personas transexuales, a las personas divorciadas. La que le ha caído por parte de los malos por el tema de la bendición del Fiducia supplicans (‘Confianza suplicante’). ¿No bendecía Jesús también a todas las personas que eran pecadoras y abrazaban el evangelio? Esa minoría integrista olvida que pecadores somos todos. Que todos somos hijos de Dios. Que todos merecemos la bendición. Que Jesús perdonó a todos sus enemigos porque no sabían lo que hacían.
Francisco es un rayo de luz en la Iglesia. Es un balón de oxígeno. Un papa valiente que se ha enfrentado a cuestiones como la pederastia, cosa que nadie ha hecho nunca. Que ha puesto a los cardenales envueltos en el pecado de la soberbia y la riqueza en su sitio.
Francisco, tienes el apoyo mío y el de toda la Iglesia. Pero tienes el apoyo más grande: el del Espíritu Santo. El malo no va a poder contigo porque estás lleno de Jesús. Larga vida al Papa Francisco.
Fue el sentimiento más fuerte de tu ausencia cuando entré en la casa – nuestra casa – y vi en frente del pasillo tu habitación vacía. La vida faltaba como el verde a las plantas, el aire helado salía del cuarto como viento polar.
Es la ausencia que no se ve la que pesa tanto, torturante mochila que cargo a mis espaldas desde el día que marchaste con tus ojos cerrados.
La frialdad es mi enemiga, en la noche, lo que más temo. No hay manta ni sábana que cubra mi cuerpo e impida que me llegue el sabor a hielo de tu partida.
La casa – nuestra casa – es un gran campo inmenso si hierbas ni árboles ni gentes; que no es campo, es un páramo llenos de cosas vacías que no existen.
Yo, huyo de la casa – nuestra casa – porque no estando te veo en que cada rincón de las paredes blancas, sin cuadros, con huellas de reloj que no marcan las horas.
Es el tiempo aterrador el que pasa aumentando la distancia. Quien lucha por borrarme el olor de los recuerdos, que en contra de lo que todo el mundo dice y cree, no cura nada, no aplaca nada, no suaviza nada.
Porque es dolor lo que siento permanente, cronicidad de una ausencia forzada que me robó lo que más quería. Es sentimiento negro de pena, lo que recorre mis venas que con la falta de tus pulsos tristemente laten cada vez que vuelvo a ver al final de la casa – nuestra casa – ese pasillo largo y al fondo, siempre, tu habitación vacía.
Después de muchos años sin saber dónde la tenía (demasiadas mudanzas de casas) hoy, sin buscarla, apareció: la fotografía de mi jura de bandera, el 3 de julio de 1983, en Obejo (Córdoba), en el CIR 4. Una fotografía que tenemos muchísimos españoles de mi generación, menos Santiago Abascal, el líder de Vox, que no quiso hacer la mili. El patriotismo era obligado para algunos… pero otros, se libraban.
Entré y me encontré en una oficina con aire antiguo, mesas grandes de madera y mostrador alto para atender al público. Ambiente de trabajo movido, soldados de un sitio para otro llevando papeles y carpetas en las manos. Otros trabajaban en las mesas y todo con la banda sonora de las máquinas de escribir mecánicas mientras los soldados escribientes golpeaban con sus dedos el teclado. Al primer soldado que vi le pregunté por el teniente Monasterio. Ni me contestó, sólo me hizo una señal y me señaló a un señor que estaba sentado en una de las mesas centrales. Me dirigí hacia él.
Di mis buenos días y le dije que venía a solicitar la admisión para hacer el servicio militar voluntario. Me saludó cortésmente y me preguntó la edad que tenía. — 17 años – contesté. — Rellena esto, por favor – me dijo mientras me extendía un formulario donde pude escribir mis datos personales, mi deseo de hacer el servicio militar como artillero de manera voluntaria y mi firma. Cuando el teniente Monasterio leyó el formulario para comprobar que estaba bien relleno, me miró a la cara y me preguntó: — ¿Tú no estabas en el colegio con Antonio Monasterio? Pensé y sí, recordé. — Sí, señor. Estuvimos juntos en cuarto de EGB. — Es mi hijo, me comentó con una ligera sonrisa. Y era verdad porque le encontré parecido aunque ya hacía años que no le veía. No es que yo hubiera tenido una gran amistad con su hijo, un tipo extraño, grandullón, muy empollón y muy poco sociable, pero le había tenido de compañero de banca alguna vez y nunca nos llevamos mal. Me agradó ser conocido del teniente. Bueno, conocido de él y de su mujer, que cada vez que me veía en el colegio me ponía la mano en la cabeza y me agitaba mis rizos porque le hacían mucha gracia. Por lo menos, podría acudir a alguien conocido en el cuartel si alguna vez tuviera algún problema. Haz amigos hasta en el infierno, me decía siempre mi madre. Porque ese era el «problema» del cuartel. El miedo a tener problemas. El miedo a estar solo, sin conocer a nadie, a enfrentarte a cosas desconocidas. Y más yo, que era el típico niño criado bajo las faldas de mamá. El teniente Monasterio me explicó que tenía que ir con un volante que me dio al dispensario municipal para que me hicieran el reconocimiento médico que me declarara apto para hacer el servicio militar. Habiéndolo pasado sin contratiempos, para alivio de mi madre que estaba obsesionada con que estuviese sano, recibiría una carta del cuartel declarando mi admisión y el día en el que me tendría que incorporar al Ejército, a la vez que me avisaba de que tenía que llevar la autorización de mi padre por ser menor de edad. A continuación, llamó a un soldado, que ante la señal del teniente, me trajo un petate, una bolsa de tela gruesa, grande, de color caqui que hacía las veces de maleta de viaje a los soldados. Cuando el soldado me lo dio sentí la misma mirada de desdén y chulería que me había encontrado en el soldado de la guardia que me recibió a mi entrada. — Si no fueras apto por lo que sea, vienes y nos lo devuelves — dijo el teniente. Le di las gracias y el teniente me comunicó que ya estaba todo y que estuviera atento a la carta. Me fui de la oficina. Cogí por el mismo camino porque el que había entrado y salí por la puerta principal, donde seguía impávido el soldado que me atendió. Le dije adiós al salir y el me devolvió el saludo con un «adiós quillo, sapo, yo no te volveré a ver». No entendí nada de aquel saludo en ese momento pero lo comprendería bien meses después.
@joseigs_ le canta las cuarenta al presidente de la Junta de Andalucía Juanma Moreno, que sonríe encima. El presidente se rie, supongo, porque no tiene ni puñetera idea de lo que es estudiar una oposición (muchos exámenes, no uno solo), muchos días renunciado a tu familia y tu tiempo libre. Luego, estar volatero de un sitio para otro. Sin encontrar alquileres, pidiendo favores. En fin, la ignorancia del político que por un lado, fastidia a los funcionarios porque en el fondo quisiera ser como ellos y por el otro, el afán del Partido Popular por privatizarlo todo y que ganen dinero los ricos. Pobre sanidad andaluza y pobre Andalucía dormida. A ver cuando despertamos. #Andalucía#Andalucia#sanidadpublica
Una mañana de otoño de 1982, mientras España veía como el primer presidente socialista llegaba a la Moncloa y el Papa Juan Pablo II visitaba el país, yo decidí que mi camino no iba a ser el de todos los días al Instituto donde estaba estudiando. Cambié el rumbo de mi Vespino y aparqué enfrente del cuartel militar donde estaba el Regimiento de Artillería N.o 74 en Jerez. Esa noche había decidido que iba a hacer el servicio militar voluntario. Me dirigí hacia la entrada principal, con una puerta muy grande, abierta, con un arco encima que recordaba a las iglesias renacentistas. Antes de la puerta, había una valla para impedir el paso de vehículos. Entré por el lado y al llegar a la puerta se me acercó un soldado con un fusil colgado. Me saludó y me preguntó que quería. Le dije que iba a solicitar la admisión como voluntario para hacer el servicio militar allí. El soldado me miró de arriba a abajo con desdén y una cara de asco que no podría olvidar y me dijo que pasara al final de la puerta, que llegara al patio del cuartel y luego cogiera hacia la derecha, al final del edificio, donde habría unas escaleras metálicas. Que las subiera, abriera la puerta y entrara en la oficina y preguntara por el teniente Monasterio.
Así hice. El patio del cuartel era grande, no sabría decir los metros, pero los suficientes para hacer un buen desfile militar allí. Suelo adoquinado. Estaba rodeado de árboles unas catalpas, blanqueadas hasta la mitad de su tronco y que, en ese otoño, empezaron a empapelar de hojas todo el patio. Unas hojas que un soldado diligentemente iba recogiendo con un carrito como los que utilizan los trabajadores de la limpieza. No había mucho movimiento en el patio. Era sobre las diez de la mañana y los soldados estaban cada cual en su destino. Cogí por la acera del edificio buscando las escaleras que me habían dicho y llegué a la puerta de la oficina. Ponía en un pequeño cartel «Pase sin llamar». Ahí me llamó la atención algo que sería común luego en toda mi historia militar: que las puertas de los cuarteles siempre están abiertas.
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